lunes, 28 de febrero de 2011

¡Y se hizo la luz!

Y llegó Sorolla…
…¡Y se hizo la luz!
Y los rayos se vuelven tangibles, y el espacio entre lienzo y realidad se hace añicos porque estamos frente a sus cuadros y hemos de taparnos los ojos con las manos, porque la luz nos ciega, nos hiere… de placer, de comunicación de la pintura con su espectador y dejamos que nos alcance y nos lleve de vuelta a las playas valencianas de principios del siglo XX con Joaquín a nuestra vera. Y permanecemos a su lado y nos extasiamos.
Nuestra mirada se convierte en su mirada, su amor por su tierra nos quema también el corazón. Su mar cálido lame nuestros pies cansados y nos hace hundirnos en la arena, que se aparta para recibirnos, y que ya no queremos abandonar.
Echamos a andar por la playa, con un caminar deliberadamente cansino, para que nuestros ojos se vayan acostumbrando a la claridad y se recreen lúdicamente en las escenas que nos regala el Mediterráneo, la brisa, el calor, las risas… la vida.
En una caseta una mujer se viste, tras el baño, con una bata rosa ayudada por una amiga (La bata rosa, 1916). Nos convertimos en sus espías. El entramado de cañizos pone a salvo a las dos mujeres de miradas indiscretas. Sin embargo, la luz consigue burlarlo y se cuela juguetona por aquí y por allá. Se posa en una mano, en un brazo, acompaña el giro del cuello, se deleita en un mechón de cabello, se refleja en las blancas telas. El aire suave se une al ambiente festivo y trastea con la cortina. Parece querer llamar la atención de las mujeres, quienes comparten secretos divertidas, demasiado ensimismadas en sus pequeñas historias como para advertir nada más.
Las dejamos a solas con sus confidencias. Salimos a la playa. El sol nos ciega. El calor nos embota los sentidos. El arrullo del mar nos mece. Un niño juega con su barco (El balandrito, 1909). Sus níveas velas reinan sobre las azuladas aguas. Nos acercamos, pero nos detenemos a corta distancia. El niño está tan concentrado en lograr el equilibro de la nave que sonreímos con ternura. Quizá nuestra sonrisa sostenga su casco y convenza a la brisa para que sople benévola y cómplice en sus velas. Y el barquito surcará el mar, con esperanza, con arrojo, sin retroceder, avanzando siempre, haciendo frente a tormentas y tribulaciones, bajo el sol, a pesar de la lluvia, gracias al viento. Y ese barco es el niño, que comienza su singladura en la vida, desplegando las velas de su alma, recogiendo las caricias de las olas, recibiendo los besos del sol y surcando el proceloso camino de su destino.
    Todos comparten el mar. Un muchacho conduce de vuelta a la arena a un caballo blanco (El baño del caballo, 1909). Es mediodía y el sol se recrea en las crines brillantes del équido. Pasea su mirada por el albo lomo, secándolo y abrillantándolo. Desciende contorneando por las poderosas patas y conecta con los pies del muchacho, acariciados todavía por el mar, y asciende dorando su rosada carne adolescente hasta detenerse en la cara, a la que echa un rápido vistazo bajo el ala del sombrero de paja del pilluelo y celebra su juventud besándole la mejilla.
Otras mujeres, prestas a la faena, se dirigen, bañándose en dorada luz, hacia los barcos que regresan al ocaso (Pescadoras valencianas, 1915). Caminan erguidas, decididas, fuertes, valientes. Para ellas el mar no es un recreo, es su fuente de alimento. Se lo agradecen. Unos ojos un tanto inquietos se escapan de sus caras morenas para escudriñar el mar. Distinguen el barco en el que faenan los suyos. Sí, están allí, en la proa, preparándose para atracar en la playa. Respiran aliviadas. Gracias mar, por cuidar de ellos, por brindarnos el sustento, por traerlos de vuelta. Y avanzan con sus cestas a por los frutos del mar, llevando en sus brazos otros frutos, los de su vientre, a los que encomendarán también al mar cuando sea el tiempo.
El día va terminando. El sol, cansado, comienza a acomodarse en el regazo acogedor del mar. Sin embargo, la playa sigue bullendo con actividad. Unos niños desnudos nadan en esmeraldas aguas (Nadadores, Jávea, 1905). Escuchamos sus risas. Juegan. Comparten sus andanzas del día, alardean de haber realizado la travesura más grande. Ríen. Se retan. “Yo buceo más profundo”, “Yo nado más rápido”. Y el sol se resiste a marcharse, se convierte en su cómplice, se refleja en sus pieles para compartir sus juegos. Pero se hace tarde, y la luna reclama exigente la omnipresencia de su reinado.

Pero el alba traerá otro día. Y llegará Sorolla. Y se hará la luz.











4 comentarios:

  1. !Qué maravilloso post! gracias por traernos la luz del Mediterráneo y su vida en los lienzos de Sorolla. Qué hermosura, el mar como fuente de vida y alimento, cómo lugar de recreo y aprendizaje de la vida, ese mar que nos confiere un carácter diferente, beesooos Hele

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Gracias, Hele! Pero todo el mérito es de Sorolla, uno de los grandes maestros de la luz.
      Un abrazo

      Eliminar
  2. Hoy he visto por primera vez los cuadros de Sorolla como si de una película futurista se tratase, he sentido respirar a sus personajes, he oído las olas contra la playa, he notado el sol sobre mi piel, gracias por tanta belleza. MCarmen

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Gracias, MCarmen!
      A mí siempre me ha admirado el poder de Sorolla para deleitarnos evocando sensaciones como el olor del mar, el sabor salado en la piel y la acción irreprimible de llevarte la mano a los ojos porque la luz que emana de sus cuadros te ciega.
      Un abrazo

      Eliminar